Ella permaneció allí por un largo rato. La niña de ocho años, de piel pálida cuyos labios temblaban ante pensamientos desconocidos, se quedó allí. Era un hermoso paisaje. El sol no estaba alto, los pájaros no cantaban, su sombra volvería a romper la promesa de estar con ella. Ella trató de enorgullecerse del momento, sosteniendo la mano de su padre. El boquet en su mano no atrajo a una mariposa ese día. Era un lugar familiar. Las cruces a su alrededor no estaban pellizcando. Las hojas de otoño tocaban sus pies y la brisa parecía amigable, sabía que era hora de regresar. Su padre la levantará antes de que el rosa del cielo se vuelva negro y caminará hacia su casa. Sin embargo, ella no se movió. No tenía ganas de despedirse de su madre.
Era la niña de su madre, otra guerrera de la familia de una vez tres, ahora dos.